26 de enero de 2015

Alaturka: Un día de compras en el Gran Bazar

Odio ir de compras. Es así. Soy capaz de vivir años y años con el mismo pantalón con tal de no invertir una tarde en analizar precios, probarme diferentes modelos, dar vueltas por las tiendas. Sin embargo, desde que llegamos a Estambul con Rodrigo, mi pareja, estoy ansiosa por ir al Gran Bazar, así que hoy, después de tomar el desayuno, decidí que dejaríamos para mañana la caminata por la costa del mar de Mármara y que iríamos de compras y aprovecharíamos para elegir algunos regalos. Aunque tengo ganas de hacerlo me armo de paciencia y me pongo, a modo de señuelo psicológico, el objetivo de conseguir una pashmina para regalar y así ordenar una visita que, de otra manera, podría ser caótica.
Es temprano, así que terminamos tranquilos de tomar el café con leche, de comer tostadas con mermelada de rosas y salchichas con salsa de tomate y salimos caminando hacia el barrio de Beyazit.

Una de las entradas al Gran Bazar de Estambul

–¿Estás seguro que por acá vamos bien? –le pregunto a Rodrigo mientras intento entender el mapa que parece un sinfín de trazos irregulares.
Estambul es no sólo un mar de personas sino también un laberinto de callecitas que doblan para un lado y para el otro y en las que es más fácil perderse que encontrarse. Afortunadamente, de tanto en tanto hay carteles que indican cómo llegar a las principales atracciones turísticas, entre ellas el Gran Bazar, ubicado junto a una mezquita que al mediodía se llenará de hombres respondiendo al llamado a oración.
–Sí, vamos bien, es allá.
Allá: una de las 22 puertas a través de las que se puede acceder al mercado techado más grande del mundo en el que se compra y se vende casi de todo. Sobre la arcada y tallado en relieve destacan el escudo del Imperio Otomano y una leyenda en turco antiguo, es decir, cuando todavía se escribía con caracteres árabes, antes de que Kamal Atatürk decidiera que era más fácil aprender el alfabeto latino. Cuando regresemos aprenderé que allí decía Dios quiere a los que hacen negocios. Al acercarnos nos damos cuenta que es la puerta número uno, que tiene también indicado un año –1461– y que a la derecha, impreso en una hoja A4, está el lazo de luto por la explosión en la mina de carbón que ocurrió la semana pasada, el 13 de mayo de 2014, en la que murieron 245 personas y otras 80 resultaron heridas. Más tarde veremos que en las calles principales del predio también está el recordatorio de la tragedia ocurrida.

En el año 1453 Constantinopla pasó a estar bajo la órbita del Imperio Otomano. Mehmed II, el sultán al que en Turquía llaman el Conquistador, fue también el que en 1461 ordenó la construcción de un nuevo bazar para anexar a los que ya existían durante la época bizantina. Tal como la usanza oriental indica las calles estaban organizadas por gremios, algo que aunque prácticamente dejó de usarse, todavía es evidente en la distribución de los puestos. El Gran Bazar tiene hoy una extensión de 45 mil metros cuadrados divididos en 64 calles con más de 3600 tiendas. Un verdadero mundo dentro de otro tan fabuloso y diverso como Estambul. Recomiendan recorrer sin miedo a perderse –siempre habrá alguien que te indique la salida, dicen–.
Y eso hacemos.
Ni bien entramos desembocamos en una de las calles principales y lo que se ve es esto: pasillos de techos abovedados decorados con azulejos hechos a mano, una bandera gigante del Fenerbahçe (el pueblo turco es muy futbolero), todavía poca gente porque es temprano y vidrieras de joyerías que son una sucesión interminable de piezas de oro que refulgen bajo una luz blanca. Nunca había visto tanto oro junto, sensación que se multiplica por varias decenas porque la calle es larga y es toda de los joyeros. Ninguna vitrina tiene los precios y a diferencia de lo que nos sucederá luego en otros puestos del Gran Bazar podemos mirar la mercadería sin que se nos acerque el vendedor. Seguramente tiene que ver con que no tenemos apariencia de potenciales compradores: no estamos particularmente arreglados, no llevamos alhajas y en la espalda cargamos una mochila vieja con una botella con agua, la guía de Turquía y algo de dinero. Algunos negocios –porque en esta zona son negocios y no puestos– no permiten filmar ni sacar fotografías por lo que apuntamos el objetivo de la cámara hacia la inmensidad del lugar y hacia las banderas turcas que, ubicadas en la parte superior, forman una hilera de paños rojos en la que de tanto en tanto, al flamear, se distingue el símbolo del Islam. 
En uno de los pasillos doblamos a la izquierda y el panorama cambia. Ya no hay locales sino puestos y los comerciantes están atentos a cualquier persona que se detenga dos segundos ante la mercadería. Junto a la puerta que lleva a la zona de los cueros veo mi primer objetivo, pashminas: hay colgadas, en maniquíes, dobladas y apiladas como si fueran remeras; me gusta una que tiene verde, celeste y rosa y flecos de un naranja muy pálido. Me acerco sigilosa. 
Salut! Parlez–vous français? –nos saluda el vendedor que salió no sé de dónde y se suma a la lista de los que nos confunden con turistas franceses.
Desde que llegamos ya nos han hasta cantado La Marsellesa. Le decimos que no con la cabeza y ahí sí apela al inglés, aunque de tanto en tanto también chapucea algunas palabras en español después de escucharnos hablar entre nosotros; tengo la sensación de que este hombre sería hasta capaz de hablarnos en arameo antiguo con tal de hacer negocios. Cuando me quiero dar cuenta ya me puso la pashmina alrededor del cuello y me tironea de la mano para que pase y me mire en un espejo de cuerpo entero, lo único que hay además de los tejidos colgados de las paredes, que le dan al lugar la apariencia de un iglú de seda y cachemir.
–Muy bonita. Muy bonitos tus ojos. Quedan bien con los colores. Cuesta 50 liras.
Una locura.
Ayer vi una a 25 y me arrepentí de no haber regateado más. No soy especialista en el tema pero las veo bastante parecidas. Él lo que ve es mi cara de “no voy a pagar eso”.
–¿Cuánto quiere pagar? –pregunta en inglés y desconcierta.
Miro a mi pareja.              
Miro al vendedor.
Me da vergüenza ofrecerle la mitad, así que desenrosco la pashmina y le digo que no sé, que vamos a dar una vuelta, que cualquier cosa volvemos. Y de los nervios me sale una risa estridente, chillona, redundante.
Él también se ríe.
Está, seguramente, acostumbrado a los que no estamos acostumbrados a regatear.
Sigo buscando regalo. Y aunque nunca lo hubiera sospechado, por el momento disfruto de la mañana, quizá porque ni lo que se vende ni la manera de comprar me resultan familiares. Aquí las transacciones son únicas y se ponen en juego diferentes variables que nosotros no tenemos internalizadas: la comunicación con el vendedor, la habilidad de cada uno para los negocios, la vestimenta que llevamos, la forma en que nos movemos, el interés que demostramos en el producto. Ser consciente de todo eso y querer manejarlo el primer día puede ser estresante, pero también divertido.

En la búsqueda de un puesto similar nos demoramos en uno de los que venden especias sueltas: son grandes mesadas sobre las que se apoyan cuencos de cerámica llenos de colores: hay pimienta verde, roja, negra, blanca; hay azafrán hindú de un amarillo opaco y azafrán turco en hebras de un tono que oscila entre el rojo y el anaranjado. También hay algunos condimentos que no conozco como el sumac y el cumin y diferentes variedades de té, una de las bebidas típicas de Turquía que se sirve muy caliente en pequeñas tazas de cristal con borde dorado. Ya habíamos visto algo similar en el Bazar Egipcio: un lugar más pequeño en forma de L dedicado pura y exclusivamente a los condimentos y en el que los colores y los aromas pelean por ser los primeros en captar la atención de los visitantes.
El vendedor se nos acerca inmediatamente con una pequeña bandeja plateada de la que nos ofrece servirnos algo parecido a una golosina empapada en azúcar impalpable. Elijo una que tiene sabor a rosas no sin antes dudar porque no tenemos pensado comprar nada.
–Sólo estamos mirando –le digo en inglés.
–¿Argentino? Argentino siempre dice “sólo mirando”.
Nos reímos y cuando nos descuidamos ya nos está pasando los precios del lokum y de a cuánto nos lo dejaría si llevamos más de tres cajas. Le decimos que no, que muchas gracias, que no queremos llevar nada y, saludándolo en turco, comenzamos a caminar. Cuando ve que no vamos a regresar nos grita, que esperemos, que nos rebaja todavía un poco más. El precio no es malo, así que le prometemos que volveremos. Todavía no nos hemos dado cuenta que volver a un mismo lugar es, como mínimo, muy difícil.
Además de especias, pashminas y joyas aquí también se pueden encontrar lámparas, productos de cuero, alfombras, antigüedades, ropa –típica y no tanto– y chucherías: marcadores, imanes, lapiceras, encendedores, tazas. En el edificio hay también una mezquita, una enfermería, una oficina de correo, casas de cambio y lugares para descansar y tomar té o café. Los diseños de las alfombras son bellísimos pero como no tenemos ni dinero ni lugar donde transportarlas seguimos de largo en la búsqueda de mi regalo. Al final del pasillo veo otro puesto y tironeo del brazo a Rodrigo para que me acompañe. Voy decida a dos cosas: regatear y comprar. No tolero que la vergüenza me gane.
La disposición del lugar es similar al anterior: hay pashminas por todos lados. La escena se repite: me detengo, aparece el vendedor, saluda en inglés, extiende la chalina que estaba mirando y dice:
–Si usted se la lleva será mi primera clienta y como hacerle una rebaja me traerá suerte se la dejaré al cincuenta por ciento: al resto de la gente se la cobraré 50 liras, pero para usted el precio es de 25.
Vamos bien. O al menos, eso creo. Me animo a un poquito más.
–¿Y qué tal 20?
Me dice algo así como que no le queda ninguna ganancia y aunque sé que dentro de las reglas del regateo está el nunca subir el precio ya ofrecido, le ofrezco 23 y sin decir nada más agarra la chalina y la guarda en una bolsa. Todavía no lo sé, pero esa es una de las formas de cerrar trato, sería algo así como un “no va más”. Lo cierto es que yo todavía no me había decidido y en menos de dos segundos tengo 23 liras menos, un regalo solucionado y una sensación de confusión generada por el apuro, los nervios y la habilidad del vendedor para convencerme de que estoy pagando la mitad de lo que en realidad sale.
Güle güle –lo saludo en turco antes de irme.
No tengo referencias para saber si hice buen negocio o no, pero la pashmina es preciosa: suave, calentita, amplia. Comienzo a sentir que no quiero regalarla, que la quiero para mí y mientras tengo ese debate interno lo busco a Rodrigo al que veo intentando hacerle comprender a un hombre que no quiere pasar a ver ropa ni sombreros.
Lo rescato. Me río. A él tampoco le gusta ir de compras. 
No nos damos cuenta pero ya hace tres horas que estamos acá. Tenemos un regalo, también algunos marcadores para libros y una experiencia comercial a la que no estamos acostumbrados. En el Gran Bazar comprar parece ser algo más que adquirir mercadería: requiere ingenio, conversación y hasta ganas de compartir un té si el producto en discusión es de un alto valor y el regateo puede extenderse durante horas.

Tengo que confesarlo: me encantó; los vendedores de aquí son únicos. Antes de volar de regreso a Buenos Aires quiero practicar una vez más cómo se me da eso del regateo. Si lo convenzo a Rodrigo, mañana vuelvo.


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